27 de marzo de 2018

DEDOS BAJO MI FALDA


Domingo, 25 de marzo. Hoy es uno de los días más señalados en el calendario para los católicos y creyentes: Domingo de Ramos, inicio de la Semana Santa. La ciudad está abarrotada de gente y la presencia de un gran número de turistas extranjeros contribuye todavía más a que el gentío sea inmenso. Por las calles del centro de mi localidad está a punto de comenzar el paso de las distintas procesiones con las imágenes religiosas, que todos quieren venerar, acompañadas de las bandas de música. Esa mezcla de sentimiento, color, imágenes, música y el aroma y el humo del incienso en el discurrir de cada procesión o cofradía es ya una tradición desde hace muchísimos años.

A lo lejos se aprecia ya la primera imagen: es la de la Virgen colocada en su respectivo paso o trono y que es mecida al compás de los sones de la banda. La emoción empieza a invadir más si cabe al público, que aguarda ansioso la llegada de dicha imagen. Hay tantas personas apostadas en la calle en la que me encuentro que es imposible moverse. Mi marido está justo delante de mí y tiene a mi hija pequeña subida a los hombros para que pueda contemplar mejor la procesión. Yo me encuentro detrás, pegada a mi esposo. Hay mucha apretura, demasiada. Cuando la procesión se encuentra a apenas cien metros de donde me hallo, la multitud se aprieta más y no tardo en notar por detrás la inevitable presión del cuerpo de otra persona sobre el mío.

El trono de la Virgen continúa avanzando a paso muy lento, movido por los costaleros que se encargan de llevarlo metidos debajo. Se va aproximando despacio y, conforme lo hace, siento mayor presión por detrás. Como puedo, logro girarme un poco y veo cómo hay un grupo de cuatro chicos adolescentes de no más de 16 años, muy bien vestidos con el típico traje de chaqueta azul que suelen usar los hombres este día. Recupero mi postura inicial y me da apenas tiempo de comprobar cómo la figura de la Virgen está ya algo más cerca, cuando vuelvo a sentir un nuevo apretón en la parte trasera de mi anatomía: distingo a la perfección en mi culo lo que es la entrepierna del chico que está justo pegado a mí. Sobre el tejido de mi corta falda negra percibo con claridad el bulto del adolescente. Sinceramente, no le doy mucha importancia y lo considero algo normal en esa situación de estrechez y agobio en la que nos encontramos todos los presentes. Pero instantes más tarde siento cómo el bulto comienza a ser restregado lenta y suavemente por mi trasero. Quiero seguir creyendo que es algo lógico por la forma en que nos encontramos. Sin embargo, en el momento en que el movimiento de restriegue se hace más evidente e intenso, empiezo a comprender que el chico lo está realizando de manera intencionada. Ahora su paquete se desliza por mi culo de izquierda a derecha y después al revés, recorriendo mis dos nalgas, deteniéndose unos segundos en la raja que las separa y retomando luego el movimiento. Giro otra vez mi cabeza con la intención de que el joven se dé cuenta, sin necesidad de que le tenga que decir nada, de que me he percatado de lo que está pasando. Pero él, disimulando y mirando fijamente hacia la parte de la calle por la que se acerca la imagen de la Virgen, no se da por enterado y prosigue como si nada restregándose contra mi trasero. Estoy a punto de decirle algo, de llamarle a la atención, pero entre la expresión un tanto angelical de su cara, como si nunca hubiera roto un plato, y entre que no quiero armar un escándalo en pleno bullicio, freno mi intención. Sé que no tendría que aguantar eso, pero opto definitivamente por callarme y resignarme a que pase pronto la procesión y a que se acaben, por tanto, también los rozamientos. Ya no consigo estar atenta a nada: por mi cabeza sólo pasa la pregunta de cómo un chico tan joven es capaz de comportarse así con una mujer que podría ser su madre. Mi marido y mi hija siguen ajenos a todo, disfrutando del cortejo religioso. Mientras le doy vueltas en la cabeza al hecho de que cada día los adolescentes están peor educados y más pervertidos, noto en mi muslo derecho una mano, la del chico: está posada, quieta, parada sobre mi piel, como si no se atreviera a tomar un rumbo. La mano está caliente, incluso sudorosa por el calor que hace y, tal vez, por los nervios del propio adolescente ante lo que está llevando a cabo. El paquete del joven ha crecido considerablemente de tamaño y lo noto más gordo, duro e hinchado que al inicio. De pronto, la mano empieza a moverse en sentido ascendente: los dedos se deslizan con parsimonia, milímetro a milímetro por la piel de mis muslos y mi corazón se acelera. ¿Qué coño me pasa? ¿Por qué no reacciono de una puta vez y hago que ese niñato pare? Me avergüenzo, no sólo por quedarme paralizada y no actuar, sino también por notar cómo el fino tejido de mi tanga rojo absorbe la primera gota de flujo vaginal que brota de mi sexo. No encuentro explicación, pero el roce y el manoseo a los que estoy siendo sometida por parte del adolescente han comenzado a excitarme. El chico, viendo que nada ni nadie le pone obstáculo a sus acciones, se envalentona y no dejar de empujar muy despacio la palma de la mano por mi muslo. Con la punta de los dedos toca ya el borde de mi falda y mi corazón da un nuevo y brusco acelerón. Mis pezones se endurecen y aprietan contra el sujetador rojo, a juego con el tanga, como si quisieran buscar una vía de escape. Observo, de nuevo, a mi marido, que sonríe a mi hija sin enterarse de nada. La humedad en el triángulo delantero de mi tanga es cada vez mayor y creo incluso oler el aroma tan intenso y característico de mi sexo cuando está excitado y mojado. No pienso que el chico se atreva a más, no lo creo....¿O sí? ¡Dios! Los dedos comienzan a perderse sigilosamente bajo mi falda, primero las puntas, luego enteros. No tardo en sentir el roce de la yema de los cinco dedos sobre mi dura y desnuda nalga derecha. El corazón parece que se me va a salir por la boca, en especial en cuanto el adolescente se pone a acariciarme el glúteo.

Falta poco para que la imagen de la Virgen llegue a nuestra altura. El chico parece saberlo: es consciente de que únicamente dispone de unos instantes más para completar su fechoría. Pasa uno de los dedos a lo largo de toda la raja de mi culo, de arriba a abajo, siguiendo la tira del tanga que se pierde entre mis nalgas. ¡Joder! ¡El niñato tiene el dedo en todo mi culo y lucha por apartar la tira del tanga! Ésta es tan fina y débil que apenas opone resistencia y se rinde rápidamente, desplazada a la izquierda ante el empuje del dedo. Mi coño, recién depilado antes de salir de casa, palpita y bulle como una caldera. Me muerdo el labio inferior al sentir cómo el adolescente lo mueve, imparable, hacia delante, buscando la raja vaginal. Cuando el dedo llega a ella, mi abundante y caliente flujo lo empapa y recubre por completo. El tanga está chorreando y apesta mucho a sexo, el olor llega ya claramente hasta mi nariz. Con pasmosa habilidad el dedo del adolescente roza y juega con mi clítoris unos segundos. Contengo como puedo los gemidos, pero no logro dejar escapar uno en el momento en que el dedo se invade mi coño y lo penetra hasta el fondo, quedando perfectamente encajado. Afortunadamente el tronío de la música de la banda, que se encuentra ya a diez metros, lo silencia y nadie oye nada, tampoco mi esposo ni mi hija.

Ellos continúan sin perder detalle de la procesión, sin enterarse de que el dedo de un niñato penetra sin cesar mi coño, de que lo folla cada vez con más vehemencia, de que resbala por él una y otra vez de forma veloz y salvaje hasta que me hace explotar de placer en el preciso instante en que la procesión pasa por delante de mí y de que, cuando el adolescente saca el dedo y se marcha del lugar mientras la multitud se disipa, yo ya no tengo el tanga que estrenaba bajo la falda porque el niñato se lo ha llevado, sucio y empapado, de recuerdo.


24 de marzo de 2018

DOMADA


Ámame
como si no existiera un mañana.
Sedúceme
como si el mundo estallara.
Devórame
como una fiera enjaulada.
Fóllame
como una puta domada.

20 de marzo de 2018

LA TÍMIDA LESBIANA


Te conocí a principios de curso en la Universidad. Eras tan callada, tan reservada y tan tímida que enseguida me fijé en ti de entre todas las chicas de la clase. Además, tu dulce belleza me cautivó inmediatamente: ese aspecto juvenil, el rostro de no haber roto nunca un plato, la candidez de tu mirada....No lo dudé ni un segundo: tenías que ser mía y estaba dispuesta a hacer lo que fuera por conseguirlo.

Me senté a tu lado en la segunda hora de nuestra primera jornada de clase e hice lo mismo durante varias jornadas más hasta que logré entablar una conversación contigo. A partir de ahí me fui ganando poco a poco tu confianza y comenzaste a abrirte, pese a que la barrera de la timidez seguía estando presente. A mitad de curso nuestra amistad era ya bastante mayor y venías habitualmente al piso de estudiante, que yo había alquilado, para preparar los exámenes conmigo. Aún recuerdo el día en que, en un breve descanso en los estudios, saqué el tema del sexo. Tus mejillas enrojecieron sobremanera y de forma inmediata y casi ni te atrevías a mirarme, mientras yo hablaba de tíos buenos y macizos y de juegos y fantasías sexuales. Aquella vez te dejé escapar, intencionadamente, vivita y coleando, pero no así en tu siguiente visita a casa. Después de pasar varias horas estudiando juntas, se hizo tarde. Llovía a cántaros y te propuse quedarte a cenar y a dormir. En mi habitación había una cama de sobra. Tuve que insistirte varias veces hasta que conseguí el anhelado “sí”.

Yo tenía ya todo planeado: saqué un buen vino que había comprado y, aunque me dijiste que no bebías alcohol, logré que tomaras una copa. Te engatusé para que bebieras una segunda y luego tú misma te serviste una tercera. Terminaste la cena bastante “alegre” y chisposa, desinhibida y dicharachera, como jamás antes te había visto. “Lo que hace el alcohol”, pensé. Tu risa floja inundaba todo el salón y me di cuenta de que era el momento de culminar mi plan. Me dirigí a mi habitación y saqué la caja donde guardaba mi juego de cuatro “plugs” negros. Nadie puede imaginarse los ratos de placer que me han proporcionado desde que los adquirí en el sexshop que hay cerca de la Facultad. Me quité la camiseta y la minifalda que llevaba, desabroché mi sujetador negro y me despojé del tanga del mismo color, dejándolos sobre el suelo del dormitorio. Aparecí completamente desnuda en el salón y con la caja con los juguetes en mi mano derecha. Tus ojos se abrieron como platos al verme pasar y recorriste con tu mirada en varias ocasiones mi cuerpo de arriba a abajo. Noté cómo mirabas, embobada, mis pechos y los salientes pezones; observé cómo después contemplabas mi sexo, que me ardía y quemaba por la excitación y que ya estaba húmedo.

Ni tú ni yo dijimos nada: abrí la caja y empecé a sacar uno a uno los “plugs” y a colocarlos sobre una tabla. Ordenados de menor a mayor tamaño, quedaron dispuestos para ser usados. Me abrí de piernas y me senté lentamente sobre el más pequeño. La punta del juguete penetró en mi coño resbalando hasta el fondo y me puse a cabalgar lentamente sobre el objeto. De manera deliciosa el juguete invadía una y otra vez mi sexo, proporcionándome un placer infinito. Pero lo que más me calentaba y me hacía estar desesperada como una perra en celo era la manera en que me mirabas. Reaccionaste comenzando a morderte con suma sensualidad el labio inferior de la boca. Poco después tu mano derecha se perdió entre tu blusa azul y empezó a palpar tus senos. Yo me senté sobre el siguiente “plug” y aceleré mi cabalgada. El juguete se mojó rápidamente con los flujos de mi coño y, al volver a mirarte, te habías desnudado de cintura para arriba, regalándome la visión de tus medianos pechos. Boté con fuerza unos instantes más antes de pasar al tercer “plug”. Te levantaste del sofá y te acercaste a mí. Tomaste el juguete que yo acababa de abandonar y empezaste a lamerlo, mientras observabas el movimiento descontrolado de mi cuerpo sobre el penúltimo “plug”. Mis gemidos llenaban todo el salón y sentí cómo se aproximaba el momento del orgasmo. Pasé al último de los juguetes en cuanto te quitaste los jeans y las bragas blancas de encaje, cuya humedad era más que evidente. Como una posesa subía y bajaba sobre el “plug”, que rozaba con fuerza cada milímetro del interior de mi vagina. Un ensordecedor grito salió de mi boca, al tiempo que de mi coño comenzaba a manar un chorro de líquido transparente que lo empapó absolutamente todo. Tras chuparme la raja vaginal restregando y pasando sobre ella tu caliente y hábil lengua, te sentaste sobre el primero de los “plugs”.

Aquella noche no pasaste del primero: te corriste enseguida de lo caliente que estabas. Pero ahora, cuando los usamos, tienes más aguante que yo y es que has pasado de ser una chica tímida a mi perfecta y viciosa amante lesbiana.

11 de febrero de 2018

ESCUELA DE LITERATURA

Sorprendido me quedé hace unos días, cuando recibí un correo electrónico en el que la directora de una escuela femenina de literatura me invitaba a leer uno de mis relatos en su centro. La verdad, no sabía que allí tuvieran conocimiento de mis textos eróticos ni, mucho menos, me esperaba que me hicieran semejante ofrecimiento. Al parecer, la directora llevaba años como lectora en Wattpad y también había escrito alguna que otra obra y fue por ese medio como conoció mis relatos.

La mujer se llamaba Isis y me explicaba el funcionamiento de su escuela en las breves líneas de las que constaba el correo: sólo admitían chicas de entre 16 y 20 años y les inculcaban el gusto por las letras, por la literatura pero también por otras artes como la danza y la pintura. Se reunían tres veces por semana y una vez al mes invitaban a un escritor, pintor o artista para que diera una pequeña charla y, en el caso de los escritores, para que leyeran fragmentos de sus novelas o relatos íntegros. Una vez que leí en el email que la escuela pretendía ser una especie de imitación a la que dirigía Safo en la isla de Lesbos en la Antigua Grecia, me quedó bastante más claro cómo sería realmente dicha escuela. Safo no sólo transmitía enseñanzas artísticas a sus discípulas, sino que también tenía sexo lésbico con aquellas que más le agradaban y todas consideraban esas prácticas sexuales con su maestra como parte del aprendizaje. Por lo tanto, no había que ser un adivino para intuir que la escuela literaria de de Isis sería de la misma índole que la de Safo. Tardé poco en responder y aceptar el ofrecimiento: era la primera vez que se fijaban en mí para una lectura literaria en público y no era cuestión de desaprovechar la ocasión. Por otra parte, lo que las jóvenes hicieran o no con su instructora no era de mi incumbencia. Esa misma noche recibí un segundo correo en agradecimiento a mi asistencia y en el que Isis me indicaba el lugar, el día y la hora del acto. “Miércoles 10 de noviembre. Calle Ambrosía, número 69. Hora: 18:00”, leí en el correo.

El día fijado, unos minutos antes de las 18.00 horas, llamé la puerta que me habían indicado en el email. Era un edificio viejo, aunque reformado, de dos plantas. En mi mano llevaba una carpeta con una copia del relato que había elegido para la ocasión, “Pasiones lésbicas”, y que les leería a las chicas y a su mentora. Me abrió la puerta una mujer morena, de pelo largo y vestida de forma un tanto extraña: únicamente un fino manto blanco cubría su cuerpo y en la cabeza lucía una diadema de laurel. La semitransparencia del peplo o manto dejaba ver bajo la prenda la redondez de los generosos pechos de la mujer y el color oscuro de las areolas y de los pezones. No pude evitar fijarme en ellos un par de segundos hasta que la mujer se me presentó como Iris y me besó en las mejillas

  • No te diré mi nombre, sólo el pseudónimo con el que escribo y que supongo que ya conocerás: Diecisietecomacinco- le aclaré.
  • Encantada de conocerte al fin. Pasemos al fondo, allí esperan ya las chicas- me dijo Isis sonriendo.

Seguí a la mujer, mientras observaba los cuadros que colgaban de la pared: en todos ellos se representaban escenas eróticas de la antigua cultura griega y también había retratos de la propia Safo. 




Aquel lugar estaba diseñado de tal forma que te hacía retroceder sigilos y siglos en el tiempo y eso me generaba un poco de nerviosismo e inquietud. Al acceder a la sala, contemplé a unas quince chicas sentadas en el suelo. Todas iban vestidas igual que Isis, con esos mantos blancos semitransparentes. La única diferencia era que no llevaban la corona de laurel como su mentora. Supuse que dicha corona le otorgaba a la profesora el símbolo de autoridad y de liderazgo. La estancia no era muy grande y las chicas se encontraban sentadas alrededor de una enorme cesta de mimbre rebosante de racimos de uvas. Junto a la cesta se hallaban dispuestas decenas de copas plateadas repletas de vino de un intenso color rojo.

En cuanto entré, las jóvenes se pusieron en pie y se acercaron a mí una a una para saludarme con un beso en cada mejilla, al tiempo que me iban diciendo sus nombres: Melisa, Carla, Penélope....Imposible retenerlos todos en esa rápida sucesión y menos todavía ante semejante desfile de hermosos cuerpos en plena juventud: esbeltos y exuberantes, unos; generosos en curvas, otros; pero todos con un enorme halo de erotismo y sensualidad. Pese a que fuera hacía frío, me empezó a invadir un calor sofocante y bebí un sorbo de agua de la que tenía dispuesta en la pequeña mesa donde Isis me indicó que me colocara para comenzar a leer. Ante de poder hacerlo, la mujer se situó entre sus alumnas, de pie, en primera fila, y abrió su peplo blanco que se deslizó lentamente pero de forma imparable hasta caer al suelo. Isis quedó totalmente desnuda. Sus senos volvieron a atraer mi mirada, que fue descendiendo despacio por aquel cuerpo femenino hasta llegar al vientre y, luego, detenerse en el sexo poblado de una abundante capa de vello púbico negro. Tragué saliva una vez, una segunda y tomé otro trago de agua debido a la impresión. Después sentí cómo las gotas de sudor empezaban a cubrir mi frente.

Aún estaba acalorado por lo que estaba viviendo, cuando Isis hizo una señal con la mano a sus alumnas y éstas se despojaron una tras otra de sus níveos mantos. Ante mí se encontraban, entonces, todas aquellas chicas proporcionándome un increíble y majestuoso espectáculo visual: pechos grandes y pequeños, pezones y areolas rosadas, marrones y oscuras, muslos macizos.....La variedad en la anatomía era amplia, pero todas las adolescentes tenían algo en común: la perfecta depilación del sexo, que lucía libre de todo rastro de vello, a diferencia de lo que ocurría con el de Isis. Ésta les indicó a las jóvenes que se sentaran y ellas obedecieron de inmediato.

  • Cuando quieras, puedes comenzar con la lectura del relato- me indicó Isis.

Mi corazón palpitaba acelerado, mi boca estaba seca por más agua que bebiese y las primeras palabras de mi lectura brotaron temblorosas entre mis labios. En cuanto llegué a la primera escena erótica, cada chica fue llevando una de sus manos a sus senos. Mientras yo leía, ellas masajeaban sus tetas al igual que Isis, quien usaba ambas manos para para apretar sus pechos. Mi espalda y mi torso se empaparon de sudor y noté cómo mi miembro comenzaba a empalmarse. Las palpitaciones en mi verga fueron en aumento hasta provocar que mi pene alcanzara su máximo estado de dureza. Yo tenía que hacer esfuerzos para no perder la concentración y poder continuar leyendo, a la vez que no me perdía detalle de lo que estaba sucediendo ante mis ojos: las jóvenes ya no se autosatisfacían, sino que cada una acariciaba a la que tenía a su lado. Se sobaban los pechos, jugueteaban con los pezones tiesos, a los que friccionaban y de los que tiraban con ansia, antes de aprisionarlos con los húmedos y carnosos labios de la boca. Mi voz seguía dando lectura al relato, mientras las adolescentes escuchaban sin dejar de deleitarse entre sí, chupándose los senos, dejándolos brillantes de saliva y bajando las manos hacia el ya mojado sexo de la respectiva compañera. Una de ellas, creo que la de menor edad, tenía la cabeza metida entre las piernas de Isis y le lamía el coño sin cesar ante los constantes gemidos de la profesora. A veces, las chicas paraban un par de segundos, tomaban una uva de los racimos y la introducían en la boca de otra joven antes de besarla y de compartir el sabor y el jugo de la verdosa fruta. Yo leía y leía casi sin atender ya al contenido del texto y sin saber si las jóvenes estaban siguiendo todavía la trama del relato o, por el contrario, se encontraban plenamente cegadas por el goce sexual. Ahora cada una le comía apasionadamente el coño a otra, restregándole la lengua con suma habilidad por toda la raja y apoderándose del clítoris Fuertes gemidos y suspiros inundaban la estancia y un delicioso aroma a sexo empezaba a llegar a mi nariz. Las chicas no tardaron mucho más en usar los dedos para penetrar con vehemencia el empapado y pringoso monte de Venus de las compañeras de al lado.

El final del relato se acercaba y, como si lo hubiesen calculado al milímetro, las chicas fueron llegando al éxtasis un tras otra. Cuando leí la última frase, todas yacían en el suelo jadeantes, tratando de recuperar la respiración e intentando apoderarse de una copa de vino que calmase su sed. Fue entonces cuando Isis me llamó con la mano. Me encaminé lentamente hacia ella y, al llegar a su altura, varias jóvenes se levantaron, me rodearon y comenzaron a despojarme de la ropa. Mi camisa, los zapatos, los pantalones....Todo era arrancando de mi cuerpo por más de una decena de manos, al tiempo que Isis miraba el espectáculo comiendo uvas y derramando vino sobre sus senos para que varias de sus discípulas lo bebiesen directamente de ellos. La última prenda que me arrancaron fue el bóxer rojo, manchado de líquido preseminal. Una chica rubia y con cara angelical limpió con su lengua la espumosa mancha que mojaba mi prenda íntima antes de arrojarla al suelo. Una vez que me quedé totalmente desnudo, Isis apartó a todas sus alumnas y se acercó a mí. Las adolescentes formaron un corrillo rodeándonos a su mentora y a mí y asistieron como espectadoras privilegiadas al momento en que Isis agarraba mi tiesa verga y comenzaba a agitarla con la mano. Deseosas de ver mi corrida, las chicas jaleaban d¡cada una de las agitaciones que su maestra le propinaba a mi venoso falo. Lo engullía en su boca, mordisqueaba el rojo y palpitante glande, soltaba el pene, lo apretaba y lo sacudía varias veces más antes de volver a empezar de nuevo con todo el proceso paso a paso. Tras varios placenteros minutos, yo no podía más: la cabeza me daba vueltas, en mis oídos retumbaba sin parar el griterío coral de las jóvenes y mi polla estaba a punto de reventar. Cuando Isis me la machacó un par de veces más con una fuerza descomunal, de mi glande empezaron a manar varios chorros de semen caliente y espeso que aterrizaron sin control alguno en la cara y en los senos de la mujer, hasta dejarlos prácticamente teñidos de blanco. Mientras de la punta de mi verga al suelo los últimos restos de esperma, las chicas se abalanzaron como posesas sobre su profesora para lamer de ella la leche de mi eyaculación, probar su intenso sabor u no detenerse ya hasta dejar el cuerpo y la piel de Isis completamente limpio y sin rastro alguno de mi corrida.

Hoy, días después de lo sucedido, me ha llegado un email. Es de Isis: quiere que me convierta en lector fijo de su escuela y que acuda allí cada mes para leer uno de mis relatos. Evidentemente, acabo de responderle con una respuesta afirmativa.



29 de enero de 2018

LA MANO SANADORA DE MAMÁ

En mi adolescencia siempre me alegraba cuando llegaban los sábados. No sólo porque no había clases en el colegio, sino también porque por las mañanas nos reuníamos algunos chicos del barrio para jugar un partido de fútbol en un campo de tierra de la zona. Era una explanada de albero sin porterías ni líneas trazadas de manera que improvisábamos las porterías colocando en el suelo alguna prenda o cualquier otra cosa que sirviese para delimitar desde dónde hasta dónde iba la imaginaria línea de gol. Los árboles plantados en hilera a derecha e izquierda de la explanada nos valían como las líneas laterales del terreno de juego.

Aquella jornada sabatina bajé de casa para encontrarme con los amigos y disputar el tradicional partido. Recuerdo que iba orgulloso ya que estrenaba la nueva y flamante camiseta de mi equipo favorito de fútbol de la primera división española, que mi madre me había regalado unos días antes con motivo de mi 16º cumpleaños. Tras saludar a mis amigos y una vez que formamos dos conjuntos, dio comienzo el partido. El encuentro se desarrollaba con total normalidad pero cuando faltaban pocos minutos para que finalizara, un chico del equipo contrario disparó con fuerza a puerta, yo me interpuse en la trayectoria del esférico para intentar despejarlo y tuve la mala fortuna de que el balón golpeó de lleno en mis partes íntimas. Dolorido caí al suelo y me quedé tumbado unos instantes: no podía respirar y notaba un fuerte dolor en mi entrepierna y en el bajo vientre. Un par de minutos más tarde pude al fin ponerme en pie y continuar disputando el partido hasta su término.

Al regresar a casa, el dolor había remitido bastante pero no del todo. Las molestias continuaron durante el resto del día pero no le dije nada a mi madre por vergüenza, debido a la zona de mi cuerpo de la que se trataba. A media noche me desperté a causa del intenso dolor que sentía. Me miré mis partes íntimas y aprecié que estaban un tanto inflamadas. Me asusté y no me quedó más remedio que ir a la habitación de mi progenitora, tocar en la puerta e interrumpir su descanso. Ella es médica en un hospital de la ciudad y eso me tranquilizaba mucho, pues seguro que sabría qué hacer y cómo ayudarme. Después de despertarla y de llevarme una buena regañina por no haberla avisado nada más llegar a casa tras el partido, mamá me pidió que me bajase el pantalón del pijama para explorar mi zona íntima. Yo me moría de la vergüenza pero me vi obligado a deslizar el pantalón y dejar al aire mi pene y mis testículos. Lo único que deseaba ya es que mi madre supiera cómo poner fin al dolor que yo tenía. Entonces, mamá, ataviada solamente con un fino y transparente camisón blanco, extendió su brazo derecho y con la mano empezó a palpar suavemente mis genitales.

  • Ummm....A ver....Tienes una pequeña inflamación en los testículos, por eso notas dolor. Haremos una cosa: te voy a dar un antiinflamatorio y analgésico que tengo y ya verás cómo se te calman las molestias. Si mañana cuando despiertes no han remitido, te llevaré al hospital. Pero no creo que sea necesario, ese antiinflamatorio es muy bueno- me comentó, sin dejar de pasar su mano por mi pene y mis testículos para terminar de examinarlos.

En efecto, la medicación tuvo un rápido efecto y logré conciliar pronto el sueño gracias al alivio que sentí. Cuando desperté por la mañana, el dolor había desaparecido. Fui al baño a asearme y, al abandonarlo, mi madre salió de su habitación y me preguntó que cómo me encontraba:

  • Bien, ya no me duele y he podido descansar- le respondí.
  • Buena noticia. De todas formas quiero asegurarme de que realmente está todo bien. Sabes que papá está fuera por motivo de viaje de negocios, que yo debo irme dentro de un ratito al hospital porque tengo turno de guardia hoy domingo y que te quedarás solo el resto del día y no me quiero marchar intranquila. Así que bájate el pantalón del pijama para que te revise una última vez la zona afectada por el golpe- me indicó.

Mi madre había salido apresurada de su dormitorio en cuanto me sintió abandonar el baño y se encontraba aún a medio vestir. Llevaba puesta una blusa azul y unas medias marrones tipo pantyhose bajo las que aparecía un diminuto tanga blanco en forma de minúsculo triángulo por detrás. En un primer momento me quedé parado, sin bajarme el pantalón pero ante la insistencia de mi progenitora opté finalmente por bajármelo. Mi pene y mis testículos quedaron otra vez al descubierto ante los ojos de mi madre y, de nuevo, me invadió una profunda sensación de vergüenza, mayor que la experimentada en la madrugada, debido a que ya no estaba preocupado por el dolor. Mamá se puso en cuclillas y comenzó a tocar mis bolas. De forma parsimoniosa fue pasando varias veces los dedos por los testículos. Luego apretó levemente.

  • ¿Te duele?- me preguntó
  • No, mamá, no me duele nada- respondí.

No pude evitar que, a causa de los tocamientos maternos, mi miembro empezara a palpitar y a erguirse poco a poco. Me ruboricé y me puse colorado al ver el tamaño que estaba adquiriendo mi polla, cuya punta se hallaba a escasos centímetros de la cara de mi madre. No sabía qué hacer, si disculparme o callar.

  • Mamá,......perdón por......- balbuceé.
  • Pssst...No te preocupes, hijo, No pasa nada. Es una reacción natural. Dime, ¿te duele ahora al tenerlo así....duro?
  • Sigue todo bien, sin dolor- le contesté deseando que acabase de una vez la exploración para poder subirme el pantalón.

Pero mi progenitora no estaba por la labor de terminar todavía:

  • Quiero comprobar que de verdad todo está en orden y que funciona con normalidad. Es una zona muy delicada y el golpe debió de ser muy fuerte. De manera que no está mal asegurarse del todo. Si empieza a dolerte, me avisas y paro, ¿de acuerdo?- me indicó mamá.

Acto seguido envolvió con su mano mi pene tieso y comenzó a agitarlo muy despacio, recorriendo toda su extensión. El rojizo glande quedó pronto al descubierto y vi cómo mi madre lo miraba con atención. Después continuó su movimiento manual acelerando cada vez más el ritmo, subiendo y bajando desde la punta hasta la base de mi falo. Comencé a gemir pero no de dolor sino de puro placer. No pude evitar entonces observar la entrepierna de mi madre y ver los finos y pequeños pelitos de su coño a través del pantyhose y del encaje del tanga blanco. Con ello mi excitación aumentó todavía más y cuando la mano izquierda de mi progenitora agarró mis bolas, a la vez que con la otra agitaba velozmente mi pene, dije:

  • Mamá...Como no pares me voy a....
  • Lo sé, hijo. Y eso es lo que quiero: deseo comprobar que tus genitales funcionan a la perfección tras el golpe de ayer- apostilló ella.



Mi madre dio un par de sacudidas más y varios chorros de semen manaron de la punta de mi verga sin control alguno, impactando uno de ellos sobre el rostro de mi progenitora, otro sobre su blusa azul y el último, algo más débil, sobre los muslos cubiertos por los pantyhose. Me quería morir de vergüenza al ver toda mi corrida en el cuerpo de mamá pero ella se levantó, me dio un abrazo, me besó en la mejilla y me dijo:

  • Tranquilo, cariño. Todo está en orden. No pasa nada. Me lavo la cara, me cambio de ropa y salgo para el trabajo. Anda, descansa otro rato que todavía es temprano y ayer no te pudiste dormir hasta tarde.
Cuando se marchó de casa, me dirigí al cesto de la ropa sucia para resolver una duda que me invadía. Localicé el tanga blanco que mi madre acababa de quitarse y lo inspeccioné: lo empapado y mojado que estaba me dejó bien claro que mi madre se había excitado tanto o más que yo mientras me hacía la paja.


14 de enero de 2018

EL BUS DE LA LÍNEA 6

Al fin había sido capaz de reunir el valor suficiente y me encontraba en la parada del autobús de la línea 6 de la ciudad. Aquel bus era el que circulaba por el extrarradio de mi localidad y en él solían viajar, especialmente, albañiles, pintores de brocha gorda, mecánicos de talleres y empleados de fábricas, ya que el itinerario transcurría por bastantes zonas con obras de nuevos edificios y polígonos industriales. En los últimos tiempos habían salido a la luz casos de acoso a las pocas mujeres que se atrevían a utilizar esa línea de autobús. Tocamientos, manoseos y comentarios obscenos se habían vuelto habituales en el interior del vehículo y las autoridades habían desaconsejado el uso de esa línea 6 a las mujeres, recomendándoles alguna otra línea alternativa.

Pero yo, desde hacía años, tenía como fantasía sexual exhibirme en público ante varios hombres y provocar que me manosearan y que me rozaran. Mis bragas se mojaban sólo con imaginar una escena de ese tipo y con pensar en la sensación de notar sobre mi cuerpo las manos de desconocidos o la dureza de sus bultos pegados a mi anatomía.

Aquella mañana primaveral decidí llevar a cabo de una vez mi fantasía. No había clases en la universidad debido a una huelga de profesores, por lo que calculé la hora punta de viajeros en ese bus 6 para que éste estuviese lo más lleno posible, cuando yo me montase. Al ver aparecer a lo lejos el autobús, respiré hondo y repasé de arriba a abajo mi vestimenta. La parte superior de mi cuerpo estaba cubierta por una camiseta blanca tipo “top”, que se ajustaba como una segunda piel a mi torso y que llegaba sólo hasta la mitad del mismo, dejando al descubierto mi vientre y mi ombligo, en el que destacaba un piercing plateado. Debajo del “top” no llevaba sujetador de manera que mis dos medianas y macizas tetas se dibujaban a la perfección sobre el suave tejido de la prenda. El grueso redondel de los pezones aparecía marcado de manera nítida, evidenciando la ausencia de sujetador. Ajustada a mi cintura había una minifalda de vuelo y de color negro, que tapaba escasamente mis nalgas y el inicio de los muslos. Bajo la minifalda, un minúsculo tanga cubría mi depilado sexo y mis piernas estaban cubiertas por unas medias negras transparentes. Unos zapatos oscuros de tacón remataban mi vestimenta elegida para la ocasión. Esbocé una ligera y pícara sonrisa al verme vestida así, todo un puro caramelo para los rudos tipos que usaban ese bus y que, a buen seguro, viajarían también ese día en el vehículo.

El autobús llegó a la parada donde yo esperaba y se detuvo. Subí al vehículo, saludé al conductor y aboné el billete. El hombre no pudo evitar poner cara de sorpresa, cuando me vio entrar. Mientras me cobraba y me daba el cambio, aprovechó para recorrer todo mi joven cuerpo con su mirada. El tipo tendría unos cuarenta años y a su asombro de contemplar cómo una chica de apenas veinte años tomaba aquel polémico bus, se añadía el de la forma en la que yo iba vestida. Me alegré al comprobar que el vehículo iba prácticamente repleto. Había viajeros de pie casi hasta la misma puerta de acceso, junto al conductor. Eché un rápido vistazo y, excepto dos mujeres de avanzada edad, los demás viajeros eran todos hombres, por lo que las circunstancias eran tal y como me las había imaginado.

Como pude me abrí paso entre los usuarios que estaban más cerca del asiento del conductor y logré llegar hasta la parte central del bus. Allí me detuve, situada entre dos hombres vestidos con un mono de trabajo azul: había observado la forma tan intensa y descarada con la que me habían estado mirando desde que subí al vehículo y creí que, posiblemente, serían unos buenos candidatos para contribuir a realizar mi fantasía. Uno de ellos tendría unos 45 años y era de constitución bastante fuerte, con el pelo moreno y barba de varios días. El otro era algo más joven, tal vez de unos 35 años, un poco más alto y de pelo castaño. Cuando me situé entre ellos y de perfil, sus miradas se clavaron inmediatamente en mí, primero en mi rostro y luego en mis pechos marcados en el “top”. El bus iba tan repleto que en la zona en la que yo me encontraba todos los viajeros se hallaban apiñados los unos contra los otros, sin el más mínimo espacio para poder moverse y con sus cuerpos inevitablemente pegados. Lo mismo me pasaba a mí: a mi izquierda tenía al hombre maduro y a mi derecha al más joven y sentía ya sus cuerpos fundidos con el mío. Me agarré con la mano diestra a una de las barras de sujeción del vehículo y éste comenzó a circular de nuevo. Inmediatamente, debido al trajín de los movimientos del vehículo, noté cómo el contacto de los cuerpos de ambos desconocidos se hacía más patente. En mis muslos sentía el roce de las piernas de los dos hombres y el del bulto de ambos en mis caderas. Dentro del bus hacía calor y dicha sensación aumentó para mí como consecuencia de la situación que estaba experimentando. Tengo que reconocer que, al principio, me encontraba un tanto nerviosa, pero ese nerviosismo comenzó a desaparecer tan pronto como me percaté de que la dureza de la entrepierna de los dos tipos crecía segundo a segundo. Cada frenazo, cada nueva arrancada del autobús provocaba que el paquete de ambos se restregase por mi mi cintura y por el inicio de los muslos. Mi excitación iba a más, pero quería y debía disimularla, para no parecerles a los desconocidos desde un principio una presa fácil.

Cuando quise darme cuenta, sus cuerpos estaban ya pegados por completo al mío. El vehículo se encontraba detenido en un semáforo y, pese a ello, ambos continuaban con el restriegue tranquilo y disimulado de su entrepierna. Era más que evidente que ya no se debía al traqueteo del bus, sino que era algo intencionado. Me resultó delicioso comprobar cómo la dureza de las vergas se incrementaba lentamente, mientras rozaban mi anatomía. Los ojos de los tipos no paraban de mirarme las tetas y, especialmente, los pezones, que se marcaban completamente tiesos sobre el fino tejido del “top”. Fue entonces cuando el hombre más maduro giró un poco su cuerpo y logró situarse casi cara a cara conmigo. Sentí el calor de aquel velludo torso, descubierto casi hasta la mitad por la abertura que la cremallera semibajada del mono azul había creado, y aguanté un suspiro al percibir la piel desnuda del hombre sobre mis dos senos.

De repente, noté cómo el otro individuo había sido capaz de colocarse detrás de mí y ponerme su bulto pegado a mi trasero. Como si los dos estuviesen perfectamente sincronizados, empezaron a moverse con parsimonia contra mí. Por delante, el de más edad se rozaba continuamente y se envalentonaba cada vez más al ver que yo no hacía nada por impedirlo. Por detrás, el más joven se entretenía haciendo pequeños círculos sobre mi culo, desplazando por él una y otra vez todo su paquete escondido aún bajo el mono azul. Cuando el bus llegó a la siguiente parada, las otras dos mujeres que viajaban dentro se bajaron y me quedé ya como al única fémina en el interior del vehículo. Subieron algunos pasajeros más, por lo que la sensación de apretura y de agobio permanecía intacta. Ni siquiera al detenerse el autobús los dos hombres pararon en sus acciones y, tras reemprender la marcha, ambos tipos dieron un paso más. Una de las manos del que estaba detrás de mí se posó sobre mi cadera izquierda. El hombre continuaba restregándose contra mis nalgas, pero ahora también la mano me rozaba con movimientos descendentes y ascendentes. Una de esas veces la mano bajó hasta mi muslo y sentí el tacto de los dedos sobre mi media. Los dedos subían y bajaban por el muslo, amenazando con meterse de un momento a otro bajo mi minifalda, cosa que no tardó mucho más en suceder. Pronto noté cómo los dedos se deslizaban bajo la prenda y alcanzaban la cinturilla de mi tanga.

El hombre que tenía delante de mí no se contuvo tampoco y colocó sus manos sobre mis pechos. Empezó a jugar con ellos sobre el “top”, tocándolos despacio. Mire´al resto de viajeros que había cerca y algunos parecían no haberse percatado de lo que allí estaba sucediendo; otros, por el contrario, seguían atentos con la mirada el devenir de los acontecimientos. El saber que varios desconocidos más contemplaban el manoseo al que estaba siendo sometida me excitó todavía más y percibí enseguida cómo mi tanga empezaba a humedecerse. También debió notar dicha humedad el individuo que tenía la mano bajo la minifalda, pues fue desplazando la mano hasta mi entrepierna y allí la detuvo unos segundos. A continuación, comenzó a rozar con un dedo mi raja vaginal sobre la prenda íntima, trazando sobre ella un hábil movimiento que la recorría desde la parte inferior hasta la superior. Tras unos instantes sacó el dedo y se lo llevó a la nariz para aspirar el aroma de mis flujos. Luego acercó su boca a mi oído y me susurró:
  • Estás mojada, putita. Se ve que estás disfrutando con lo que te estamos haciendo.

Guardé silencio, pero no pude dejar escapar un leve gemido de placer, cuando el hombre volvió meter su dedo en mi entrepierna y apretó con él sobre mi manchado tanga. El tipo de delante se centró, entonces, en mis pezones. Los aprisionó entre sus dedos sobre la camiseta y comenzó a friccionarlos. Sentir mi sexo y mis pezones acariciados y manoseados a la vez me encendió sobremanera. Esa sensación de ardor se incrementó cuando el hombre empezó a tirar de mis tiesos pezones. Un segundo gemido, más fuerte que el primero, salió por mi boca, atrayendo todavía más la atención del resto de viajeros. Algunos de éstos se apretaron más alrededor de nosotros para seguir lo más cerca posible el desarrollo de la escena.

Fue en ese instante cuando el tipo de delante comenzó a bajar lentamente mi “top”. La primera reacción mía fue instintiva y coloqué las manos sobre la prenda para tratar de impedirlo. Pero el individuo hizo una segunda intentona a la que ya no me opuse. Con mi corazón latiendo a mil por hora, sabedora de que mis tetas estaban a punto de quedar totalmente desnudas delante de aquellos hombres, el desconocido bajó el “top” hasta que mis senos fueron apareciendo: primero el inicio de las areolas, luego los pezones y, finalmente, las restantes zonas de los pechos. Todo quedó al aire y el “top” bajado hasta la cintura. Sentí cómo no sólo la mirada del desconocido, sino también la del resto de viajeros se clavaban en mis desnudas tetas, momento que aprovechó el hombre de detrás para apartar ligeramente mi tanga. Inmediatamente después noté la mano del tipo colocada sobre mi sexo y cómo comenzaba a restregarlo ella. Mi coño palpitaba de placer, mis labios vaginales estaban empapados e impregnando de humedad la mano del hombre. Segundos más tarde el hombre se envalentonó más y sus manos fueron deslizando el tanga por mis muslos hasta llegar a los tobillos. Levanté un pie y luego el otro y permití que el tipo me sacara del todo la prenda. Giré la cabeza y vi cómo el individuo que tenía mi tanga se lo llevaba a la nariz y lo olfateaba en repetidas ocasiones. Luego se lo entregó a uno de los tipos que se había acercado y que extendía el brazo, queriendo tomar en su mano mi prenda. También la olió y gozó con el olor de la humedad que lo impregnaba. Ése fue sólo el inicio: el tanga fue pasando de manos en mano entre quienes se habían arremolinado alrededor de mí y de los dos hombres que me tocaban y rozaban desde el principio. Finalmente, perdí de vista la prenda: alguno de aquellos tipos debió quedársela como una especie de trofeo o recuerdo de la chica a la que estaban manoseando y que se encontraba semidesnuda.

Lo siguiente que noté fue cómo el hombre de detrás me subía la minifalda hasta la cintura y exponía mi sexo a los ojos de todos. Se puso en cuclillas y comenzó a lamer mi coño con la lengua de manera lenta pero incesante. Gemí de placer y lo hice más cuando el desconocido de delante empezó a chupar mis duros pezones. Los aprisionó entre sus labios y tiró de ellos con muchas ganas, como si quisiera arrancármelos. Me invadió al mismo tiempo una sensación de placer y de dolor que provocaron que mi excitación alcanzara grados insospechados. Ya no había marcha atrás: estaba a merced de aquellos dos tipos y del resto de mirones. No tardé en notar otras manos acariciando y manoseando mis muslos, mis caderas y mis nalgas: los demás hombres se estaban uniendo a la “fiesta” y el conductor del autobús se desvió del trayecto normal y detuvo el vehículo en una bocacalle sin tráfico. Pensé que se había percatado de lo que estaba ocurriendo y que cortaría todo de raíz para mantener el orden, pero me equivoqué por completo: se levantó de su asiento, se abrió paso como pudo y se situó cerca de donde yo estaba. Contempló, deseoso, mi cuerpo, se llevó la mano a la bragueta del pantalón y la bajó entera. Metió la mano entre la abertura creada, apartó su bóxer y se sacó la polla. Mientras observaba con detenimiento mi sexo, comenzó a agitar su miembro, que se fue empalmando hasta quedar totalmente tieso e hinchado. Sucesivamente otros hombres imitaron la acción del conductor y fueron liberando sus respectivos penes para comenzar a masturbarse. Me vi, enseguida, rodeada de una decena de vergas gordas, venosas y palpitantes que aquellos tipos no dejaban de agitar. Empecé a sentir el roce de las pollas en mis muslos sobre las medias, en mis glúteos y el las ingles. Suspiré de placer al sentir dichos roces y la manera en que los húmedos glandes iban mojando mi cuerpo allá por donde pasaban. Poco a poco el intenso olor a polla húmeda fue invadiendo la zona del bus en la que me encontraba y, de pronto, noté cómo por la raja de mi culo se deslizaba el falo tieso del hombre que llevaba situado detrás de mí desde que subí al autobús. Aquel pene recorría toda la longitud de la raja, restregándose entre mis dos nalgas. Intuí lo que vendría a continuación y acerté de pleno: unos segundos más tarde el tipo separó con sus manos mis glúteos, abrió de par en par mi orificio anal, escupió saliva un par de veces sobre él y comenzó a meterme despacio la polla. No tardé en sentir la punta de aquel miembro penetrando por el interior de mi trasero. Centímetro a centímetro se me fue clavando hasta que quedó totalmente encajada. Suspiré y gemí fuerte de placer y lo hice más todavía cuando el individuo sacó parcialmente la verga y volvió a hincármela dentro, dando inicio a un continuo bombeo. Los otros hombres seguían manoseándome a su antojo, rozando sus vergas con mi cuerpo y otros pajeándose cada vez a mayor velocidad. El tipo que estaba delante de mí acarició mi coño con la mano y luego apuntó su polla hacia mi vagina. Me la introdujo casi de golpe, con un violento arreón que provocó que yo gritara de dolor pero también de gusto.

El sentirme penetrada a la vez por ambas vergas hizo que enloqueciera: con cada una de mis manos agarré al azar sendos penes de los hombres que tenía a mi alrededor y comencé a agitarlos. La cara de placer de los dos afortunados era más que evidente y rápidamente la humedad del glande de cada polla pringó de flujo la palma de mis manos. Continué machacando aquellas vergas con ganas, al tiempo que los dos que me follaban aumentaban el ritmo de penetración. De manera frenética mi culo era invadido incesantemente por una polla y mi sexo por la otra. Mi coño chorreaba ya los fluidos íntimos, que resbalaban por la cara interna de mis muslos mojando la blonda de las medias.

De repente, el conductor del bus comenzó a gritar y a gemir como un loco, a la ve que se pajeaba de forma salvaje. Acercó su verga a mi costado, se la agitó un par de veces más y soltó varios chorros de semen caliente sobre mi piel. Uno de ellos, muy potente, alcanzó una de mis tetas, llenándola de líquido blancuzco. No tardó en correrse otro de los hombres, que me dejó la media de la pierna derecha llena de esperma caliente. Aceleré, entonces, mis movimientos manuales, agitando las vergas desde la base hasta la punta. Los testículos de aquellos tipos se bamboleaban sin control al ritmo marcado por mis manos. Apreté fuerte, sacudí los dos miembros varias veces más y, de forma casi sincronizada, primero la polla que tenía en mi mano izquierda y luego la que agarraba con la derecha explotaron de placer, soltando varios chorros de leche que impactaron en mi cuerpo y que fueron resbalando por las medias hasta los pies. Quienes ya habían eyaculado aprovechaban para extender por mi anatomía todo el semen que había sobre ella. Los demás siguieron masturbándose hasta que uno a uno se corrieron de gusto.

Sólo quedaban ya los dos hombres que me penetraban y, a tenor de sus gritos y jadeos, estaba claro que pronto alcanzarían el clímax. Sentí tres fuertes embestidas contra mi culo y una cuarta con mucha vehemencia. Lo siguiente que noté fue el calor del semen llenando el interior de mi trasero. No tuve que esperar mucho tiempo más para que el otro hombre inundara de leche mi coño tras machacar su miembro duramente contra mi vagina. Durante todo el tiempo que había durado la penetración de ambos yo había alcanzado tres orgasmos y creí que con la corrida del tipo en mi coño el juego había finalizado. Pero todavía me quedó chupar y lamer una por una la polla de todos los que se encontraban allí, en el interior del bus. Las saboreé y succioné con tantas ganas que todos aquellos desconocidos volvieron a eyacular, en esta ocasión dentro de mi boca. Yo me bebí y tragué gustosa cada gota de semen que iba a parar a mi cavidad bucal.

Quedé agotada, exhausta, y los hombres también. 


El interior del autobús olía a sudor, a sexo, a semen, a flujos, a una amalgama de aromas que despertaría el instinto sexual hasta de un muerto. Como pude, recompuse mi vestimenta y me limpié un poco. Y así, despeinada y sudorosa, apestando a semen por todos lados, me bajé allí mismo del bus, antes de que éste se reincorporara a su ruta normal llevando a bordo a aquellos tipos que hicieron realidad mi fantasía.


1 de enero de 2018

LAS DOCE CAMPANADAS

Quedan cinco minutos para que sean las doce de la noche. Un nuevo año está a punto de entrar y todos se disponen a tomar las tradicionales uvas de la suerte, coincidiendo con las doce campanadas que marcan los segundos iniciales de 2018. Todos menos tú y yo. Esta vez para nosotros será diferente, nada de rutinas. Después de cenar nos hemos ido al dormitorio y he comenzado a desnudarte. Tu precioso y elegante vestido de noche negro ha caído pronto al suelo, inerte. He admirado la belleza y sensualidad de tu cuerpo cubierto únicamente por el conjunto de lencería que estrenas: un sujetador rojo sobre tus medianos y firmes senos, un tanga del mismo color, ocultando a mis ojos todavía tu monte de Venus, con su fina tira trasera perdiéndose en el infinito de la raja que separa tus nalgas macizas y unas medias negras que realzan la provocativa hermosura de tus piernas.

Luego te has tumbado en la cama bocabajo y he atado tus manos a los extremos de la misma. Era la primera vez que lo hacía, mi día de estreno y el tuyo también. Tras asegurarme de que tus muñecas estaban bien fijadas a las ataduras y que no podrías desatarte, te he tapado tus ojos marrones de tono caramelo con un oscuro antifaz. Ya no podías verme, no podías observar cada paso que yo daría desde ese momento en adelante.

Sí, quedan ahora cinco minutos para acabar el año y me encuentro completamente desnudo detrás de ti, a los pies de la cama. Mi ceñido bóxer rojo yace en el suelo de la habitación sobre tu vestido. Es la última prenda de la que me he despojado y el morbo y la excitación por tenerte a mi merced, atada y cegada, y el hecho de estar admirando el formidable grado de erotismo que desprende tu anatomía con esa espectacular lencería han provocado que el bóxer se absorbiera la humedad que cubría la punta de mi pene y se manchase. Ese fuerte aroma de mi verga que tan bien conoces ha quedado impregnado sobre el tejido rojo y has lamido como una perra en celo y sedienta dicha mancha, cuando te he acercado el bóxer a tu rostro, antes de dejarlo caer, mojado ya también con tu saliva.

Tres minutos y estamos en 2018. Te abro y te quito el sujetador y libero tus pechos. Se me va la vista hacia la intensa tonalidad marrón de las areolas y de esos pezones que sobresalen tiesos de ellas. Desearía chuparlos, lamerlos, oprimirlos con mis labios, mordisquearlos con mis blancos dientes y tirar de ellos una y otra vez hasta hacerte gemir como siempre haces cuando juego con tus pezones. Pero no hay tiempo: va comenzar en breve el nuevo año y debo centrarme en mi plan trazado. Te ofrezco una copa de vino, la aproximo a tu boca y le das un trago: el rojizo color del líquido se mezcla con el carmín de tus labios carnosos. Suelto la copa sobre la mesita de noche y me sitúo detrás de ti, de rodillas sobre la cama. No hay tiempo que perder: te despojo del tanga y te obligo a aspirar tu propio aroma sobre el tejido, antes de hacerlo yo también. Hueles a puta, a zorra caliente y deseosa. 




Te incorporas un poco sobre la cama y me obedeces al pedirte que coloques tu culo en pompa. Mi miembro ya erecto roza tus glúteos y dejan sobre ellos la inequívoca huella de la humedad que recubre mi glande. Acerco mi mano izquierda a tu cabeza y agarro por las puntas tu largo cabello moreno. Empiezo a tirar de él, primero suave, luego algo más fuerte, al tiempo que con la mano derecha golpeo alternativamente sobre cada una de tus nalgas. Un primer impacto, un segundo, un tercero...El sonido de los golpeos resuenan en el dormitorio y se imponen a la voz del tipo que en la televisión se dispone a retransmitir las doce campanadas junto al reloj de la Puerta del sol de Madrid. Cada segundo que transcurre tiro de tu cabello con más fuerza y mis manos impactan con mayor virulencia sobre tus glúteos, que ya pierden su rosado color natural dando paso al rojo de la irritación por los golpes.

Gimes y emites leves gritos y ya sólo falta un minuto. Mi polla se aproxima al sombrío agujero de tu ano y el redondo y pringoso glande amenaza con penetrar tu culo en cualquier momento. Suenan los cuartos, esos pequeños toques de la campana que avisan de que las campanadas son inminentes, y la punta de mi pene traza suaves círculos alrededor de tu orificio anal. Dos fuertes azotes más en cada nalga preceden a los instantes previos a la primera campanada. Agacho la cabeza y la meto entre tus piernas. Mi húmeda lengua empieza a recorrer tu ano, empapándolo de saliva en cada una de las pasadas. Escupo un par de veces dentro para que quede perfectamente lubricado y observo cómo el orificio se traga sediento toda la saliva derramada. Suspiras de placer al sentirla entrar en tu culo y veo cómo de tu depilado sexo comienzan a destilar gotas de flujo que caen a plomo sobre las sábanas de la cama. Estás caliente, excitada. Oigo hasta la forma en que tu corazón late, más rápido de lo normal.




Al fin suena la primera campanada y meto de golpe y de forma brusca toda mi erguida verga en tu ano. Gritas al sentir la violenta penetración, antes de que te saque la polla igual de veloz que entró. Segunda campanada, segunda brusca penetración, más enérgica todavía que la primera. Tu chillido retumba por todo el dormitorio. Con la tercera campanada prácticamente sollozas ante la furibunda embestida de mi hinchado falo, que irrumpe sin piedad alguna en lo más íntimo de tu cuerpo. La cuarta campanada, la quinta, la sexta.....Ya no son gritos sino alaridos los que emanan de tu preciosa boca, esa que ahora me pide de forma soez y vulgar que te folle todavía más duro. Agarro tus caderas y me impulso con las mías como un desesperado para incrementar la fuerza de la embestida, simultánea con la siguiente campanada. El flujo blanco y brillante que resbala por la cara interna de tus muslos llega hasta la blonda de las medias.

Ya han dado la octava, la novena y la décima campanada y yo te he penetrado, por tanto, otras tres veces más. Sólo quedan dos y mis testículos están duros y a punto de explotar. Me hablas como una puta, me pides que te rompa el culo, que te parte en dos, que te llene de leche hasta las entrañas. Entonces, agarro con mis manos tus tetas, buscando los salientes pezones y, al hallarlos, los aprisiono con mis dedos. A la vez que comienzo a tirar de ellos de forma violenta, te penetro por undécima vez. Estás temblando, noto tu ano y tu coño palpitando, en plena ebullición.



Duodécima y última campanada. Oprimo los pezones con fuerza y empujo con todo mi cuerpo contra tu culo, haciendo que mis testículos choquen contra ti y que mi pene llegue más adentro que nunca. En la televisión se oye algarabía de quienes festejan la entrada del nuevo año. El estruendo de petardos u cohetes se dejan oír en la calle, coincidiendo con el instante en que mi primera descarga de semen inunda el interior de tu ano. Suspiro aliviado mientras el caliente esperma sale a borbotones de mi polla y no tardo en observar cómo de tu coño empieza a fluir, a modo de chorro, el líquido del squirt, que moja toda la cama.

  • Feliz año nuevo, mi Amo.
  • Igualmente, mi sumisa- te respondo tras terminar mi corrida y antes de levantarme para tomar unas sogas y atarte también los pies a la cama. Y es que todavía queda mucha madrugada que disfrutar.